La muerte del socialismo científico a manos del posmodernismo

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El marxismo militante atraviesa por una situación en la que se hace imposible ocultar el hecho de que la obsesión con el poder, más que haber arrebatado su condición de meta final a la liberación económica, la ha convertido en un pretexto para alimentar el partisanismo que enfrenta a la izquierda con la derecha, esa polaridad política que es imprescindible para sostener la ficción de que vivimos en una sociedad radicalmente plural que ofrece alternativas históricas diversas.

“Todo está falseado en la escena política actual, regulada por un simulacro de tensión revolucionaria y de toma de poder por los comunistas (y la izquierda en general); en realidad, detrás de toda una puesta en escena en la que los comunistas siguen desviviéndose por hacer frente a la derecha y preservar de este modo todo el edificio, lo que les preocupa y les da una fuerza de inercia siempre renovada es la obsesión negativa del poder, lo que les estimula es la vergüenza de la revolución» (Baudrillard).

La izquierda finge que está luchando por el poder para que la derecha pueda fingir que lo posee. En el fondo, en ambos lados la apuesta es mínima. Lo que está en juego no es el destino de la civilización moderna o el fin del imperio de la producción capitalista. Lo único que está en juego es el mantenimiento de la simulación política de la que la existencia de ambas fuerzas políticas depende. Sin la ficción de la “guerra del fin de los tiempos”, ni derecha ni izquierda podrían articular un discurso relevante.

Desde el fin de la Unión Soviética y la entronización del eurocomunismo y la socialdemocracia, el marxismo fue reducido a su mínima expresión, a una forma degradada que es incapaz de convencer de que es la forma dialéctica superior del capital, vale decir, la antítesis de una estructura que debería ser caduca pero no lo es a simple vista. La izquierda enfrenta enormes dificultades al tratar de convencer de que es poseedora de soluciones eficaces a los grandes problemas económicos de la humanidad.

La muerte de la economía política fundada en la teoría del valor profundizó la tendencia moralista de la izquierda. Ya desde los tiempos de Lenin la glorificación de la mentalidad puritana a nombre del comunismo era un problema. En la actualidad, el fin del capitalismo ya no es visto como la consecuencia directa de crisis económicas cada vez más agudas, sino como un resultado de la moralización de las masas de la mano del evangelio de la nueva izquierda, ese credo político que ha renunciado a la lucha contra la plusvalía y tiene como principales consignas el ambientalismo anticapitalista, el rechazo al consumismo y el igualitarismo liberal (más derechos para todos, Estado keynesiano para todos).

La nueva izquierda piensa que su estrategia debe consistir en la concientización dogmática. Ha abandonado la creencia de que, por razones económicas incontrovertibles, el destino inequívoco de la humanidad es el socialismo. Los activistas de izquierda trabajan en base al axioma de que para que el capitalismo se vaya, hay que convertir a los infieles (educar en el marxismo viejo), es decir, hay que luchar desde el idealismo y no ya desde el materialismo. Al mismo tiempo, promueven un ascetismo moral (consumir menos, contaminar menos, ambicionar menos) que se basa en nada más que en la inversión del espíritu capitalista. La lógica del valor de uso ha sido convertida en una ética social cuasi religiosa que se contrapone a la lógica del valor de cambio que caracteriza al capitalismo liberal, no por su progresismo, sino por su carácter reaccionario y romántico.

El moralismo utópico y primitivista se ha comido el materialismo de la izquierda. El objetivo ya no es una democracia radical tecnificada, sino el retorno del modo de producción primitivo. Esto va de la mano del abandono de las pretensiones científicas del marxismo original. La izquierda actual cree en una realidad social que únicamente reacciona ante la lucha callejera, la escenificación teatral de la política y la performatividad. Todo se logra a través de la retórica de la lucha y no ya a través del trabajo. El mundo del trabajo y los obreros ha pasado a ser irrelevante para ella, pues cree que la nueva sociedad emergerá de la ocupación masiva de las calles por parte de las masas. Basta una movilización generalizada para interrumpir el funcionamiento del poder en todos sus aspectos. Los modos de comprender los mecanismos a través de los cuales la dominación opera se han empobrecido bastante.

“Los comunistas creen en el valor de uso del trabajo, de lo social, de la materia (su materialismo), de la historia. Creen en la «realidad» de lo social, de las luchas, de las clases, etcétera. Creen en todo, quieren creer en todo, ahí está su profunda moralidad. Y esto es lo que les arrebata cualquier capacidad política” (Baudrillard). El marxismo se ha convertido en una cuestión de fe. O se cree en él o no se cree. La doctrina de la inevitabilidad histórica del comunismo ya no es sostenible desde un punto de vista epistemológico y por eso se la deja guardada en los libros. El materialismo original ha sido reabsorbido por esa ética posmoderna que ve como un factor de moralidad el rechazo del historicismo. Hay que actuar como si la historia de la humanidad no se dirigiese a ningún lado.

Cuando la izquierda reformista asume el poder, lo hace para administrar las crisis que la economía de los monopolios crea. Los comunistas actuales toman el relevo de la clase dominante en la gestión política del capital para al cabo de un tiempo fracasar estrepitosamente en sus programas de reforma, y es por eso que el aceleracionismo los acusa de ser abanderados del miserabilismo. El marxismo posmoderno no podría estar más al servicio de los grandes poderes mercantiles, y eso muestra de forma bastante concluyente que la política revolucionaria se encuentra castrada.

“El barniz social de los colectivistas se está resquebrajando y su motivación psicológica se está mostrando. La vieja izquierda había gastado años de esfuerzo, toneladas de impresiones, miles de millones de dólares y ríos de sangre para mantener una máscara apolínea. Los marxistas de la vieja línea afirmaban que eran campeones de la razón, que el socialismo o el comunismo era un sistema social científico, que una tecnología avanzada no podía funcionar en una sociedad capitalista, sino que requería una comunidad humana organizada y planificada científicamente para aportar sus máximos beneficios a cada hombre, en forma de comodidades materiales y un nivel de vida más alto” (Rand).

La izquierda posmoderna ha renunciado al racionalismo y la ciencia porque se avergüenza de los fracasos que la concepción científica de la historia le trajo en el pasado. Al mismo tiempo se avergüenza terriblemente de la historia del marxismo durante el siglo XX. Nadie hace el esfuerzo de explicar lo sucedido durante los años estalinistas y las nuevas revoluciones deben hacerse a pesar de que el sentido común llama a no olvidar los fracasos de antaño.

El abrazo del irracionalismo es consecuencia de la incapacidad de los teóricos neomarxistas de poner su doctrina a la altura de la ciencia posterior a la revolución cuántica. Nadie sabe cómo mantener vivo el ideal de un socialismo basado en la ciencia. Las tendencias más caprichosas de la filosofía continental son un pretexto para hacer dibujo libre a la hora de describir la realidad de forma fundamentada. El socialismo utópico se impuso por sobre el materialismo histórico el momento en que se renunció a la idea de que el fin el capitalismo es una tendencia económica científica y empíricamente demostrable.

“La vieja línea en el sentido de que el capitalismo era necesario para crear una civilización industrial, pero no para mantenerla, no se escucha demasiado a menudo en estos días. (…) Confrontados con la elección de una civilización industrial o colectivismo, es una civilización industrial que los liberales descartaron. Confrontados con la elección de tecnología o dictadura, es tecnología que descartaron. Confrontados con la elección de la razón o los caprichos, es la Razón que descartaron» (Rand).

La moralidad bienintencionada de los defensores de la igualdad necesita que la razón sea subordinada al imperio de los sentimientos morales. Las verdades fundadas en los hechos pueden ser negadas o bien maleadas en nombre de la empatía con quienes sufren por el sistema (homosexuales, indígenas, jóvenes). La verdad importa menos que la igualdad. La lucha a favor de una nueva sociedad ha sido reducida a una cuestión emotiva: hay que combatir al capitalismo por lo deplorable de sus iniquidades. El sufrimiento es suficiente pretexto para declinar en la búsqueda de la verdad.

“Berlinguer manifiesta: «No hay que tener miedo a que los comunistas tomen el poder en Italia.» Fórmula maravillosamente ambigua, ya que puede significar: que no hay que tener miedo, ya que si los comunistas llegan al poder, no cambiarán nada de su mecanismo capitalista fundamental; que no existe ningún peligro de que lleguen nunca al poder por la razón de que no lo quieren; pero también que, en realidad, el poder, un auténtico poder, ya no existe -ya no existe poder- y por tanto no hay ningún peligro de que alguien lo tome o lo recupere” (Baudrillard).

La relajación de los poderes de la democracia liberal ha conducido a una situación en que el poder ya no puede ser ejercido discrecionalmente para amoldar la realidad a sus mandatos. Cuando la izquierda reformista llega al poder se muestra incapaz de generar transformaciones de importancia: no puede atentar contra la propiedad privada del capital porque no puede privarse a sí misma de los mecanismos de producción que brindan la base material para los intentos de practicar políticas redistributivas. Cuando hay crisis, el orden social le impone el papel de administrar la crisis hasta que la derecha encuentre la manera de relegitimarse. Cuando no hay crisis, no hay motivaciones económicas que inviten a la gente a apoyar su programa.

Sin ciencia y sin historicismo, la izquierda no tiene como justificar la violencia política que en el pasado le trajo tantos sombríos momentos de gloria. Los nuevos militantes son menos propensos a acudir a tácticas como la lucha armada y la insurgencia porque no tienen el respaldo de un relato duro capaz de explicar racionalmente la necesidad histórica de los daños colaterales. Los comunistas no tienen cómo responderse a la pregunta: ¿por qué sigue siendo necesario matar y morir en nombre del comunismo en el siglo XXI?

Para distanciarse del socialismo utópico y el puritanismo, el programa comunista necesita regresar al rebaño del humanismo racionalista y reconciliarse con la investigación científica y la epistemología. El matrimonio con la filosofía posmoderna ha traído como único resultado un debilitamiento generalizado de su lucha contra el capital y su supeditación a las demandas del orden social.

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